Si alguien me preguntase: “¿Qué es lo más grande que has hecho por amor?” Yo respondería: “Dejar escapar a mi amada”. Recuerdo cuando la conocí. Yo era joven y, no está bien que yo lo diga, bastante apuesto. Vivía en casa de los Gutiérrez. ¡Oh! Aquello si era vida. Cada día a la misma hora tenía la comida preparada, y siempre tenía agua a mano. No tenía que hacer absolutamente nada. Todas las mañanas cantaba alegre desde que me despertaba hasta el mediodía más o menos. El piso de los Gutiérrez tenía unas vistas impresionantes desde la ventana del comedor, que era dónde yo vivía. Esta ventana daba a un parque lleno de árboles que había en frente. Yo desde mi sitio sólo alcanzaba a ver las copas de los árboles.
Un día de otoño llegó un nuevo inquilino. Al principio me molestó, por que iba a vivir conmigo, y lógicamente eso reduciría mi espacio y las atenciones por parte de los Gutiérrez que, hasta entonces, yo monopolizaba. Pero te aseguro que cuando la vi llegar olvidé todo lo que estaba pensando. Ella era la hembra más hermosa que he visto en mi vida, se llamaba Periquita y supe su nombre a los tres días de conocerla: ella era de pocas palabras. Tenía un plumaje azul, precioso. Sus alas eran blancas y negras, a rayas, como las mías. Pero los colores de sus plumas eran muchísimo más puros y más relucientes que los míos. Sus cantos eran preciosos: hacíamos un gran dúo. ¿Y su pico? Ah, Dios mío, ese era el pico más hermoso del mundo. Su único defecto: anhelaba la libertad.
Yo intenté explicarle las comodidades de vivir en aquél hogar, que ella insistía en llamar “prisión”. Nuestras diferencias residían en que nuestros orígenes eran totalmente distintos. Ella provenía de la calle, fue recogida del suelo por los chicos de los Gutiérrez, dónde había caído fruto de una herida provocada por no sé que otro pájaro, me explicó. Yo sin embargo había crecido siempre entre esos barrotes que para mi eran mi hogar. Es cierto, no me permitían salir de allí, pero tampoco dejaban otro pájaro que pudiera hacerme daño. Para mí ya estaba bien. Pero ella quería libertad.
Tal era su deseo de libertad que me vi obligado a intentar una fuga conjunta. Hacía tiempo que había encontrado un punto débil en el comedero de plástico de mi jaula. Era bastante viejo, de él habían comido otros periquitos antes que yo. Solo hacía falta darle unos picotazos bien dados y caería. Un día que los Gutiérrez no estaban, le di esos picotazos. Efectivamente cayó. Jamás olvidaré el canto de felicidad de Periquita al verlo. Entonces salimos pitando, o mejor dicho, volando. Recorrimos el comedor danzando como dos jóvenes enamorados que éramos. Ahora nos creíamos los dueños del mundo. Hasta que chocamos con algo invisible que nos impidió llegar a los árboles y salir de la casa. Más tarde supe como le llamaban a eso: cristal.
Nuestra fuga fue un fracaso como también lo fueron los cien intentos siguientes. Nos pasamos las Navidades intentando huir. Al final Periquita se rindió y se resignó a vivir allí. Yo la convencí de que estaríamos bien, y ella me confesó que me quería. Aquel día fue el más feliz de mi vida. Pero nada es perenne. Nuestra relación no duraría para siempre. Un caluroso día de verano mientras la señora Gutiérrez limpiaba la jaula, se fue de la habitación olvidándose de poner el comedero nuevo. La ventana estaba abierta. Periquita no se había dado cuenta pero yo si. Salí entonces por el comedero y Periquita me preguntó: “¿A dónde vas?”. Yo le dije: “a ver el mundo exterior, ¿quieres venir conmigo?” y ella me siguió. Cruzamos el comedor y antes de llegar a la ventana la señora Gutiérrez se había dado cuenta de su error; venía detrás de nosotros para atraparnos. Lanzó un trapo de cocina con intención de capturar a Periquita. Fue entonces cuando hice el mayor de mis sacrificios: me puse debajo de éste y caí al suelo junto a él. Pesaba mucho y me impedía mover las alas. Logré asomar la cabeza por debajo y entonces la vi, a Periquita, volando en libertad. Subía a lo más alto y bajaba nuevamente mientras sobrevolaba la calle ante la expectación de la señora Gutiérrez que desesperada decía: “¡Los niños me van a matar!”
A mi me colocó con delicadeza a la jaula. Supongo que para disculparse por el golpe que me había dado al ser capturado me estuvo mimando durante todo el verano. Fue de agradecer, pues yo estaba desolado por la pérdida de Periquita. Tardé cerca de un año en volver a cantar y nunca más vi a Periquita, a mi Periquita.
Adrià Hernando Fresco.
Un día de otoño llegó un nuevo inquilino. Al principio me molestó, por que iba a vivir conmigo, y lógicamente eso reduciría mi espacio y las atenciones por parte de los Gutiérrez que, hasta entonces, yo monopolizaba. Pero te aseguro que cuando la vi llegar olvidé todo lo que estaba pensando. Ella era la hembra más hermosa que he visto en mi vida, se llamaba Periquita y supe su nombre a los tres días de conocerla: ella era de pocas palabras. Tenía un plumaje azul, precioso. Sus alas eran blancas y negras, a rayas, como las mías. Pero los colores de sus plumas eran muchísimo más puros y más relucientes que los míos. Sus cantos eran preciosos: hacíamos un gran dúo. ¿Y su pico? Ah, Dios mío, ese era el pico más hermoso del mundo. Su único defecto: anhelaba la libertad.
Yo intenté explicarle las comodidades de vivir en aquél hogar, que ella insistía en llamar “prisión”. Nuestras diferencias residían en que nuestros orígenes eran totalmente distintos. Ella provenía de la calle, fue recogida del suelo por los chicos de los Gutiérrez, dónde había caído fruto de una herida provocada por no sé que otro pájaro, me explicó. Yo sin embargo había crecido siempre entre esos barrotes que para mi eran mi hogar. Es cierto, no me permitían salir de allí, pero tampoco dejaban otro pájaro que pudiera hacerme daño. Para mí ya estaba bien. Pero ella quería libertad.
Tal era su deseo de libertad que me vi obligado a intentar una fuga conjunta. Hacía tiempo que había encontrado un punto débil en el comedero de plástico de mi jaula. Era bastante viejo, de él habían comido otros periquitos antes que yo. Solo hacía falta darle unos picotazos bien dados y caería. Un día que los Gutiérrez no estaban, le di esos picotazos. Efectivamente cayó. Jamás olvidaré el canto de felicidad de Periquita al verlo. Entonces salimos pitando, o mejor dicho, volando. Recorrimos el comedor danzando como dos jóvenes enamorados que éramos. Ahora nos creíamos los dueños del mundo. Hasta que chocamos con algo invisible que nos impidió llegar a los árboles y salir de la casa. Más tarde supe como le llamaban a eso: cristal.
Nuestra fuga fue un fracaso como también lo fueron los cien intentos siguientes. Nos pasamos las Navidades intentando huir. Al final Periquita se rindió y se resignó a vivir allí. Yo la convencí de que estaríamos bien, y ella me confesó que me quería. Aquel día fue el más feliz de mi vida. Pero nada es perenne. Nuestra relación no duraría para siempre. Un caluroso día de verano mientras la señora Gutiérrez limpiaba la jaula, se fue de la habitación olvidándose de poner el comedero nuevo. La ventana estaba abierta. Periquita no se había dado cuenta pero yo si. Salí entonces por el comedero y Periquita me preguntó: “¿A dónde vas?”. Yo le dije: “a ver el mundo exterior, ¿quieres venir conmigo?” y ella me siguió. Cruzamos el comedor y antes de llegar a la ventana la señora Gutiérrez se había dado cuenta de su error; venía detrás de nosotros para atraparnos. Lanzó un trapo de cocina con intención de capturar a Periquita. Fue entonces cuando hice el mayor de mis sacrificios: me puse debajo de éste y caí al suelo junto a él. Pesaba mucho y me impedía mover las alas. Logré asomar la cabeza por debajo y entonces la vi, a Periquita, volando en libertad. Subía a lo más alto y bajaba nuevamente mientras sobrevolaba la calle ante la expectación de la señora Gutiérrez que desesperada decía: “¡Los niños me van a matar!”
A mi me colocó con delicadeza a la jaula. Supongo que para disculparse por el golpe que me había dado al ser capturado me estuvo mimando durante todo el verano. Fue de agradecer, pues yo estaba desolado por la pérdida de Periquita. Tardé cerca de un año en volver a cantar y nunca más vi a Periquita, a mi Periquita.
Adrià Hernando Fresco.
5 comentarios:
Yo la titularia "triste historia de amor", por el final...
La libertad y el amor son dos conceptos incompatibles. El segundo te impide el primero. No obstante la libertad en el amor y el amor de la libertad son dos conceptos que deben persistir en el alma.
No obstante, prefiero no ser libre.
A mi me pareció dulce, más que triste. Es cierto que el final es un poco triste: pero el amor es así. No es eterno. Y como todo lo que no es eterno, es triste.
En cuanto al otro comentario. El amor es fantástico, pero yo prefiero la libertad. Entre otras cosas por que yo amo la libertad, y la libertad no es una amante celosa. Ella es feliz estando contigo y tu con ella y además, si quieres amar a otra persona: libre eres de hacerlo. Claro que esa otra persona si puede ser celosa. Entonces escoge: libertad sin celos o X celosa.
Por cierto, Braunicomunication, eres Dani? Me he pasado por tu blog, que está muy bien, sin duda, pero no he encontrado información sobre ti. Supuse que eras Dani, pero no lo sé.
Es el Arros, si. Y ahora estaba mirando los destinos de tus vacaciones y... no me convence ninguno. Si tuviera que escoger uno... Gales, creo.
la primera sensació que vaig tenir quan vaig llegir aquest relat va ser una mica còmica, com si dos "periquitos" no puguessin ser els protas d'una història que no fos d'humor. Després, pensava: "cute!" (traducció per no filòlegs: que mono! xD).
Per mi passa de ser graciosa al principi, tendra després i trista al final.
congratulations! crec que és un bon relat :) almenys a mi m'agrada força.
veig que per aquí hi ha més, me'ls llegiré!
au un salut, que bé que tenies amagat això del bloc.
sláin,
Ailbhe
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